Claudia se me salió del corazón. Y Angélica también.
Pero al llegar a gobernar Bogotá, Claudia eligió hacerlo con la mano derecha. Terminó haciendo lo de siempre: repitiendo modelos fracasados y mintiéndole a la ciudad. No fue solo el metro elevado: fue más Transmilenio, un pacto ambiental que incumplió de principio a fin, un programa de educación superior que fortaleció a las universidades privadas mientras no abrió ni un solo cupo adicional en la universidad pública de Bogotá.
Gobernó con el mismo libreto de Peñalosa.
Hoy la escuchamos hablar de fracking —algo que antes rechazaba rotundamente— y parece que ahora son los gremios quienes la financian, los mismos que prometió enfrentar. Cambia de camiseta según le convenga: unas veces es de izquierda, otras de derecha; unas veces se presenta como santista, otras como opositora. Lo que nunca le hemos conocido es una convicción firme. Todo en ella ha sido cálculo político. Poder por el poder.
Y mientras tanto, se dedica a hablar mal de Petro, como si eso fuera una propuesta. Pero, al menos, Petro ha sido coherente con lo que ha defendido toda su vida. Claudia no.
Angélica, por su parte, fue una mujer camelladora, sí, pero también ha sido ingrata políticamente. Siempre ha sabido formar equipos para que le hagan el trabajo, pero jamás ha sabido construir colectividad ni reconocer a quienes la han acompañado. Es calculadora, y por quedar bien, traiciona incluso a sus más cercanos.
Recuerdo que cuando fui candidato al Concejo de Bogotá, me dejó plantado en las escaleras del Senado sin responder un solo mensaje ni una llamada. Ni siquiera tuvo la cortesía de decir que no me iba a recibir. Así mismo, siempre ponía por delante a otros, desconociendo el trabajo de quienes sí creímos y acompañamos.
Tal para cual. Eso no se niega.
Nunca me ayudaron con un puesto. Y cuando trabajé en la Alcaldía fue única y exclusivamente por mi trabajo, no por ningún favor.
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